Me asomo por el balcón, veo el pulmón de la manzana. En el centro, una plaza de juegos de niños desierta, que solía ser fuente de queja por los ruidos. En algún momento alguién me dijo, el ruído es señal de vida. Hoy hay silencio, y la vida continúa. Pero escuchemos atentamente el silencio, ¿qué nos dice?. Todavía se escucha algún grito aislado, la naturaleza se hace más presente, el viento encuentra una oportunidad para mostrarse de otra manera. La vida continúa.
El silencio habla. Incontables veces abarcamos ese concepto como algo inherentemente contradictorio. Y sin embargo, hoy, algo estamos escuchando. Paseando a la perra el otro día, sentí algo diferente, un sonido. Un sonido muy particular que me hizo conectar con alguna vida pasada. Grillos. De golpe, estaba ahí, caminando, sintiendo todo lo que tenía que sentir. ¿Cómo el vacío de la ciudad trajo consigo algo tan preciado y simple? ¿Es eso, no? El vacío.
Y así es como dejándonos llevar por el silencio, nos entregamos al vacío. Ese entregarse que dá lugar a que salga lo que debe salir y a que aparezca lo que tiene que aparecer. Es en el vacío donde le damos lugar al verdadero emergente, sin todo ese ruido, sin esa estática mental o emocional, de la cotidianidad. Tomar un par de bocanadas de aire, vaciarse y darse lugar. Encontrar las respuestas en el silencio. Es muy loco, porque si bien es un vacío, lo sentimos pleno.
Será momento de darnos un espacio para sentir lo que nuestro verdadero yo quiera sentir; entregar la ilusión de control. Darnos cabida. Conseguir con no hacer, soltar. Eso si no es amor propio, no sé qué es.
Entendemos que soltar implica también animarse a dejar el proceso, encarar el constante emergente. Lo que se haga cotidiano puede tener todo o nada que ver con el proceso vivido. Posiblemente ambas. Entendemos que la cuarentena es un parar y mirar adentro. Es una invitación al autodescubrimiento, y al cambio. Cambió el formato, cambiaron temporalmente las reglas de juego. El juego pasa a estar dentro, dentro de uno, compartido con quien nos rodea, que en muchos casos es la misma persona: nosotros mismos.
Nos vemos obligados a convivir con nosotros mismos por el bien de los demás. En algún punto suena contradictorio también, pero es reflejo de la solidaridad humana. Una muestra de nuestra infinita naturaleza, que nos plantea ¿de qué son capaces?. También nos demuestra y nos obliga a tomar consciencia, de nuevo, de nuestra fragilidad individual y poderío colectivo.
La transformación es inevitable. Un loco medio despeinado alguna vez dijo “sin crisis no hay desafíos, sin desafíos la vida es una rutina, una lenta agonía… Acabemos de una vez con la única crisis amenazadora, que es la tragedia de no querer luchar por superarla”. En algún punto pareciera que la lucha es el único camino para salir transformados. Se me ocurre la metáfora del capullo, por más trillada que esté -sí, perdón-. Pero funciona, ¿no? un poco para explicar este momento o etapa de enfocarse estática y silenciosamente, pura y exclusivamente en crecer. Ya veremos después si nos hacemos mariposas, polillas, un garca, o Siddhartha Gautama. Hoy nos toca el capullo.
Parece ser momento de abrazar la incertidumbre, entendiendo también que perdernos es el mejor camino para encontrarnos, como individuos y como seres humanos.
Por Nicolás Dillon, Consultor de OLIVIA