La Argentina está atrasada en términos de competitividad: décadas de corrupción, alta presión tributaria, macroeconomía inestable, distorsión de precios, depreciación de la moneda, altísimos costos laborales, fuerte tendencia social al incumplimiento de las normas e inseguridad jurídica respecto del derecho de la propiedad, entre muchísimos otros factores, minaron la capacidad de crecimiento del país y produjeron una cultura ajena, cuando no contradictoria, a la búsqueda del bienestar y la riqueza. En el contexto de una economía digital y global, estas incapacidades tienden a potenciarse y el tren de la modernidad, en caso de que no se concreten algunos cambios de fondo, podría alejarse para siempre.
¿Puede una empresa aislarse del entorno y consolidarse como “competitiva” por sí sola? Si bien es cierto que la competitividad estructural de un país requiere de la participación activa de tres actores (el Estado, la sociedad civil, y el sector privado), también es real que cada nación tiene segmentos de mercados más competitivos que otros y compañías que logran destacarse, aún en un contexto adverso.
Las que lo consiguen son aquellas que logran atraer capital del exterior y, fundamentalmente, las que innovan. Uno de los factores clave de la competitividad es la productividad. Dicho de otra manera: las estrategias para optimizar el rendimiento de los activos y del capital humano. De nuevo, la innovación se convierte en una aliada esencial. Por un lado, las nuevas tecnologías juegan un rol fundamental para optimizar procesos de producción, alinear la cadena de valor o lanzar productos y servicios que el mercado demande a la velocidad de la luz. Por el otro, son clave a la hora de establecer los incentivos adecuados, desarrollar planes de carrera y programas de retención y estructurar una estrategia de employee experiece.
La materia prima está: tenemos profesionales emprendedores, capaces de crear unicornios (compañías que superan los 1.000 millones de dólares de valuación en el mercado) como MercadoLibre o Despegar.com, hábiles para interesar a inversores extranjeros para lograr un financiamiento sano o competir en el terreno internacional aún en contextos de volatilidad de la moneda o, como ocurrió en el pasado reciente, de barreras específicas para el comercio internacional. La misma ausencia de competitividad en el mercado a nivel país sirvió, en muchos casos, como motor creativo: desde la necesidad de “atar con alambre” cuando los recursos no son suficientes hasta el talento de surfear innumerables crisis económicas, unas concatenadas a otras. La innovación, una vez más, se acerca a tendernos una mano. Ya no se trata de implementar soluciones provisorias para resolver problemas interminables, sino de extender la visión hacia el largo plazo, invertir en las herramientas adecuadas, pensar en el mundo como campo de batalla en lugar de la pequeña aldea, intentar una disrupción en el mercado argentino antes de que alguien más lo haga por nosotros.
El camino es difícil, pero no intransitable: la mencionada cantidad de unicornios es equivalente a la surgida de países con niveles de competitividad teórica mucho más altos que los de Argentina, como es el caso de Singapur, que suele liderar los rankings mundiales en esta materia. Y mientras muchos se lamentan porque no están dadas las condiciones, porque no existen políticas públicas estables y porque desde el Estado no se promueve ni se incentiva la competitividad, muchos otros, se encuentran abiertos a innovar, a repensar sus valores, a apostar a una visión de largo plazo, a trabajar sobre su cultura y a escribir su propia historia.
Por Gabriel Weinstein, socio y Director de Innovación de OLIVIA