Mucho se ha escrito, dicho, analizado y hablado sobre la hazaña de la selección argentina en el Mundial de Qatar. Más allá de la alegría por el título y por la forma cómo se coronó, hay una frase que me impactó especialmente. Es el resumen que dio el jugador Leandro Paredes a pocos minutos de consagrarse Campeón Mundial 2022. “Haber llegado a este momento es el resultado de un proceso de trabajo que arrancó en 2018”, comentó en un entrevista que le hizo la televisión sobre el campo de juego. Recordemos, en ese año, la selección argentina acababa de ser eliminada en octavos de la Copa del Mundo que se disputó en Rusia. Ironía de la historia: su verdugo había sido la luego campeona, la Francia de un jovencísimo Kylian Mbappé. Paredes fue uno de los jugadores que se incorporaron tras la derrota, llamado por el entonces flamante y no menos desconocido nuevo entrenador de “La Selección”, Lionel Scaloni.
Cuatro años más tarde, Paredes alcanzó la cima del futbol global. Y su primer agradecimiento -después de su familia- no es al destino, ni a la estela que arrastra Lionel Messi. Es al trabajo de años y de esfuerzo mancomunado guiado por la ética de trabajo que impuso ese “hombre común” como lo definió el periodista Héctor M. Guyot a Scaloni en un reciente artículo en el diario La Nación. Claro está, podríamos desacreditar las palabras de Paredes como el clásico latiguillo futbolístico que dispara cualquier futbolista después de lograr un hito. Sin embargo, no hay integrante del plantel celeste y blanco que en los días subsiguientes no haya hecho lo mismo. Quien se tome el trabajo de leer, escuchar y ver los comentarios con los que los jugadores argentinos celebran la consagración encontrará cuatro palabras que se repiten: trabajo, grupo, esfuerzo y desafío. El hilo conductor: una forma de hacer las cosas; una forma de trabajar; que generó una cultura de trabajo que a su vez germinó hacia una ética del trabajo. Es esta ética de trabajo y su recompensa del título de Campeón Mundial que celebró yo al cierre de este año tan intenso para todos nosotros.
Vivimos en un época que está redefiniendo su futuro en todos los sentidos. Hablamos de ética porque los últimos tres años nos enseñaron que no da lo mismo cómo hacemos lo que hacemos. Sin embargo, a la hora de entender cómo trabajamos parece que nuestro único principio rector se centra en hacer cada vez menos para disfrutar más. En nuestras organizaciones nos debatimos cómo lograr que el talento pueda sentirse lo más cómodo y feliz posible para quedarse. Nos esforzamos por encontrar modelos que nos permitan reducir el tiempo de trabajo, como lo recuerda el debate por la semana de cuatro días. Al mismo tiempo, buscamos fórmulas para bajar la intensidad del trabajo, para evitar la sobrecarga y el burnout, como lo demuestra el aluvión de apps para gestionar el estrés que surgieron en 2021 y 2022.
Evidentemente, a nadie le conviene vivir para trabajar en vez de trabajar para vivir, como reza el dicho. Pero considero que estamos errando el tiro al supeditar nuestra visión únicamente sobre la variable del esfuerzo.
Nuestro trabajo no cobra más o menos peso por el esfuerzo, el tiempo o la intensidad que nos requiere completarlo. En última instancia es el sentido que le adjudicamos que genera esa visión. Cualquier tarea que hagamos se hace pesada o gratificante por el significado que le adjudicamos.
Cualquier maratonista que no es un corredor de elite comparte en cada carrera ese mismo principio: al pasar corriendo por el kilómetro 30 ningún cuerpo puede sentirse cómodo y feliz dando un paso más. Es la sensación de alcanzar una meta y la satisfacción de superar un límite, que lo lleva a seguir corriendo. Y… volver a hacerlo.
Evidentemente, nuestro trabajo jamás deberá ser considerado una maratón. Quien así lo percibe nunca superó la era de la Revolución Industrial. Pero nuestro trabajo sí debería recuperar esa sensación de sentido, de significado, de trascendencia con lo que hacemos.
Si lo logramos podremos no solo cambiar nuestra visión sobre una actividad que ocupa fácilmente el 70% de nuestras vidas. Podremos además hacerlo con mayor satisfacción y, en última instancia, con mayor rédito. Es este el desafío que al cierre de este año nos propongo para el año que está por arrancar: como líderes de personas, de equipos, de empresas, de organizaciones, cuestionémonos cómo logramos que las personas de nuestras organizaciones sientan y perciban el sentido en lo que hacen.
Desde allí podremos, luego repensar, redefinir y reanclar la cultura y la ética del trabajo que esta nueva era requiere. El premio que logró la selección argentina, liderada por un hombre común e integrada por más desconocidos que estrellas, nos recuerda que el esfuerzo con sentido y propósito generan la ética que nos une para superar cualquier límite. En ese sentido, nos deseo un 2023 lleno de sentido.
Por Alberto Bethke, Socio Fundador de OLIVIA.