Incluso una de las instituciones más jerárquicas del mundo logró abrirse al cambio. ¿Qué frena a las organizaciones tradicionales para avanzar hacia liderazgos más empáticos y horizontales?
El 8 de mayo pasado, el cardenal Robert Prevost —nacido en Estados Unidos y nacionalizado peruano— fue elegido Papa, sucesor de Francisco. Adoptó el nombre de León XIV. Días antes, el 21 de abril, fallecía Francisco a los 88 años, dejando un legado de humildad y transformación que marcó a la Iglesia Católica, y también al mundo.
Francisco abrió puertas que parecían selladas. Se acercó a otras religiones con una vocación de diálogo sin precedentes, defendió a los pobres, promovió la inclusión de colectivos históricamente marginados y desafió estructuras internas que, durante siglos, parecían inamovibles. Fue el primer Papa en permitir que católicos divorciados reciban la comunión y autorizó a los sacerdotes a bendecir a parejas homosexuales. Frente a la pregunta por la homosexualidad, su frase resonó en todo el planeta: “¿Quién soy yo para juzgar?”.
También dio pasos firmes hacia una mayor participación de las mujeres: nombró por primera vez a una mujer al frente de una oficina administrativa del Vaticano, incluyó mujeres en el consejo que elige obispos y en el organismo que supervisa las finanzas. Revolucionó, literalmente, espacios que históricamente habían sido ocupados por cardenales. Como dijo la teóloga Emilce Cuda en un artículo publicado por la BBC, “un Papa que habla contra el sistema y dice que esta economía mata, es una revolución”.
¿Por qué traigo esto a colación desde mi rol como consultor? Porque muchas veces, cuando trabajamos con compañías tradicionales —en especial, empresas familiares con estructuras jerárquicas y liderazgos fundacionales muy fuertes—, nos encontramos con una resistencia al cambio que se sostiene, en gran parte, en la historia y en la figura del “padre fundador”. Ese respeto casi sagrado hacia quien creó la organización es comprensible, pero muchas veces inmoviliza.
Pedirle a esas estructuras que sean horizontales, abiertas y empáticas es tan desafiante como pedirle a la Iglesia que abandone siglos de jerarquía. Pero, como lo demostró Francisco, es posible. Y no solo eso: es necesario. Las organizaciones, como las instituciones religiosas, deben responder a nuevas realidades, nuevas generaciones y nuevas formas de vincularnos.
En nuestros procesos vemos cómo líderes que nacieron en un mundo vertical intentan transformarse en referentes colaborativos, cercanos, humanos. La transición no es fácil. Requiere valentía. Requiere desapego. Y, sobre todo, requiere entender que el liderazgo de hoy no se mide por el control, sino por la confianza que se es capaz de construir.
Si una institución como el Vaticano —que parte de una jerarquía absoluta: Dios, el Papa, los obispos— pudo avanzar hacia la inclusión, el diálogo y la horizontalidad, ¿por qué una empresa con apenas unas décadas de historia no podría hacer lo mismo?
Francisco demostró que, incluso desde el lugar más alto, se puede mirar hacia abajo con humildad. León XIV parecería también estar siguiendo ese camino. Y esto, quizás, sea el cambio cultural más profundo de todos.
Si el Vaticano se anima, ¿por qué tu empresa no?
Por Alejandro Goldstein, socio de la consultora OLIVIA.