Brave New World (Un Mundo Felíz) tituló Aldoux Huxley su obra más conocida. En ella, el autor nacido en Surrey, Inglaterra, nos presenta la distopia de un mundo que se rige exclusivamente por las leyes de la ciencia y la eficiencia. En él, las emociones se controlan artificialmente; no hay pobreza, ni riqueza; nuestra vida social es tan saludable como abierta. Es un mundo feliz.
A principios de 2023, estamos lejos de esa utopía. Nos encontramos desafiados por los impactos globales que generaron una guerra y una crisis sanitaria que se resiste a desaparecer. Vivimos en un mundo sin norte, en el cual todo se cuestiona. Especialmente, la autoridad y el respeto a las reglas básicas de convivencia. Los recientes disturbios en Brasil, el último intento de autogolpe en Perú, pasando por la Putín de Rusia y los EE.UU. de Donald Trump lo evidencian. Nuestras sociedades no encuentran una respuesta coherente a sus necesidades de liderazgo en un mundo en plena redefinición.
Es esta la foto que veo resonar también en cada vez más organizaciones. La figura del o la líder no encuentra cómo reinventarse. Lo interesante es que la falta de respuestas tampoco se circunscribe a organizaciones nacidas antes de 2000. cómo nos demuestran el laborioso presente que atraviesa Elon Musk al hacerse cargo de Twitter o el fracasado Sam Bankman-Fried (SFB), al frente de la quebrada plataforma de criptomonedas FTX. Si incluso los niños maravilla de la era digital, fracasan, se entiende qué algo no está funcionando en nuestros modelos. Y es quizás por ello que no me sorprende escuchar cada vez más fuerte el reclamo por lograr organizaciones holocráticas; o sea, una forma de organización en la que la autoridad y la toma de decisiones son distribuidas de forma horizontal, sin que haya una estructura jerárquica de gerencia. El liderazgo jerárquico como tal no existe más. Y en este sentido comparto el clamor por las estructuras holocráticas. Sin embargo, estas requieren de un liderazgo coordinador que esté alineado con la visión.
Recordemos. Hasta no tanto tiempo, la función de la autoridad se basaba en el privilegio de un acceso al conocimiento mayor a la media. Él o la líder se definían como tal por tener una mayor visión técnica; un acceso o aprendizaje de la información que los elevaba sobre el resto. Desde ese lugar, el líder ejercía e imponía poder, disciplina. Esta disciplina sostenía el sistema y permitía que la organización funcionase como un engranaje. Sin embargo, ese mayor caudal de conocimiento o el acceso privilegiado a la información, desapareció.
Tanto por los avances tecnológicos como los sociales, el conocimiento se democratizó. Vivimos en un mundo en el que cualquier persona puede hacerse en un clic con los conocimientos necesarios tanto para arreglar la plomería de su casa como para construir un cohete capaz de llegar a la Luna – y volver. Todos y todas podemos tener el mismo nivel de conocimiento.
Sumado a ello, los últimos tres años nos enseñaron que la libertad para decidir cómo y a quién se le ofrece ese conocimiento es una decisión de cada persona, no de las organizaciones. Son ellas, las que hoy deben estar compitiendo por nuestra atención.
Desde esta perspectiva, es lógico que los colaboradores cuestionen la mera existencia de un jefe o de una autoridad “superior”. Su función primaria -acumular un conocimiento privilegiado que le daba el poder para imponer la disciplina que sostenía el sistema- desapareció. Los jefes se convirtieron en un costo innecesario, obsoleto y, en última instancia, deberían ser eliminados, como sugieren muchos. Pero es aquí, donde la utopía se choca con la realidad.
Todas las personas tenemos voluntad y una singularidad que nos es propia. Es esta característica que nos hace valiosos. Sin embargo, estas individualidades no pueden funcionar por sí mismas; están obligadas a hacerlo en conjunto. Solo así se genera un futuro compartido. Si como organización no sabemos integrar estas distintas voluntades en un cauce común, todo el conocimiento que reunamos, todo el talento que sumemos correrá el riesgo de dispersarse, de perderse en acciones individuales. La libertad resultaría en la descoordinación y, en su peor escenario, en anarquía.
Unificar y coordinar las individualidades para que se puedan convertir en un consenso colectivo que nos amalgame hacia un futuro común es el rol en el que los líderes hoy debemos centrar nuestra atención.
En un mundo, en el cual máquinas que aprenden de sus propios errores realizan cada vez más -y mejor- las tareas manuales y repetitivas que antes hacíamos los humanos, las personas quedamos liberadas -y obligadas- a la aplicación del conocimiento, la creatividad, la innovación.
Depende de nosotros cómo aprovechar esa libertad. Bien gestionada ella nos permitirá maximizar el conocimiento de cada uno para crear, generar valor e idear nuevas formas -innovar- de satisfacer necesidades y relacionarse con clientes. Ya lo anticipaba Steve Jobs en una de sus más célebres frases: “Nosotros, no contratamos a gente para decirles lo que tienen que hacer, sino para que ellos nos digan qué es lo que tenemos que hacer”.
En un mundo de pleno conocimiento, el líder dejó de ser el gran director. Se convirtió en el gran coordinador. Su principal herramienta dejó de ser el conocimiento privilegiado. Hoy, lo es la combinación que conforman a partes iguales su visión de futuro con su habilidad conversacional. Así podrá facilitar y -no menos importante- sostener la coordinación de las actividades de cada uno para que apunten al mismo objetivo común en ese futuro
En definitiva, el valor del líder pasa hoy por saber generar, cultivar y nutrir los vínculos entre las personas que componen su equipo y su organización. El vínculo que estas establezcan es el diferencial que le permitirá a la organización aprovechar lo mejor del consciente colectivo de cara al futuro. Porque no hay organización más resiliente, fuerte y, al mismo tiempo, flexible y ágil que aquella basada en una red de vínculos sólidos y sanos. Es esta la organización la que no necesita jefes, pero sí líderes. Y es este tipo de organizaciones que tiene las habilidades para adaptarse a un entorno de incertidumbre y constante cambio, como lo es nuestro presente. Y lo mejor de todo: no en la utopía, sino en la realidad.
Por Alberto Bethke, CEO y socio fundador de OLIVIA
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