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“Del 1 al 10, ¿cómo evaluaría su experiencia en la sucursal?”, enunciaba la encuesta que me llegó por mail al día siguiente de estar una hora esperando a que me atiendan en una una sucursal bancaria. Mi respuesta fue: “4”. Al día siguiente, recibí el llamado -y el interés- de alguien de esa sucursal por comprender el motivo de mi evaluación. “Estamos llamando a todos los detractores para saber qué ocurrió”. En ese momento, me pregunté: ¿cuántas personas a las que llaman no deben ni saber que implica ser detractor en un modelo de experiencias, y cómo se empeora la misma cuando te llaman así? Pero no quedó ahí…

Luego de explicarle que no podía estar esperando una hora cuando tenía dos personas delante mío y que, además, por mi “segmento” tenía prioridad por sobre una de ellas, me preguntaron a qué hora había asistido, quién me había atendido, qué había ido a hacer (toda información que se supone debían tener). Pero la pregunta que colmó mi paciencia fue: “¿El sistema en ese momento se había caído?”. A menos que me lo hubiera comentado el empleado que me atendió: ¿Cómo iba yo a saberlo?. “Vamos a chequear si el sistema estaba caído a esa hora y lo vamos a informar, porque, a veces, sucede eso”.

He aquí el típico caso donde la experiencia queda expuesta al infalible sistema. Un sistema que no entiende de necesidades, ni de oportunidades; que no visualiza las ganancias de generar un servicio centrado en las personas. Que tampoco entiende de impactos, en recursos o en personas. Porque los sistemas siempre pueden fallar pero la experiencia no. La razón es simple: la experiencia la hacemos las personas y consiste en la manera en que decidimos vincularnos con un otro y llegar al cliente entregando valor.

 

Las respuestas que necesitamos

La pregunta que deberíamos hacernos es: ¿cuántas oportunidades tenemos para revertir una mala experiencia (cómo lo intentó hacer ese llamado)? Si somos justos, la respuesta es: solo una. Si fallamos en el diseño de esos momentos de contacto donde nos centramos más en excusarnos que en comprender qué le pasó al cliente, habremos fallado del todo con él o ella. Y eso, que la principal exigencia se reduce algo tan simple como escuchar.

Sin embargo, demasiadas veces en este tipo de “encuentros” de atención al cliente nos encontramos con preguntas sin sentido; con vocabulario técnico; con excusas; con la búsqueda de culpables. Encuentros impersonales como evaluar mi experiencia, reduciéndola a un número, un indicador o una ponderación (como puede ser el NPS - Net Promoter Score), una métrica (como el CSAT - Indicador de Satisfacción de Cliente), o el CES (Customer Effort Score); o personales, como llamarme en cualquier momento a mi celular desde un número desconocido, sin siquiera hacer el esfuerzo por hacerme saber quién está del otro lado; mucho menos de preocuparse sobre si es un buen momento para mí para hablar.

Generar experiencias requiere diseñar momentos que apelen a las emociones, a aquello que moviliza a la personas. Son las emociones por las cuales las personas van a recordarnos como organización o marca, y serán ellas que harán que vuelvan a elegirnos o -mucho mejor- recomendarnos. Los esfuerzos deberían estar puestos en ser memorables desde el primer contacto. El sistema no lo puede hacer. Y mucho menos lo puede hacer la culpa, como la que me quiso trasladar la persona que me contactó a mí. “El puntaje que nos diste nos impacta negativamente en el puntaje de la sucursal”, sentenció al final de nuestra charla, mientras en mi mente se formaban las palabras: “No soy yo, ni es el sistema. Sos vos.”

 

Por Mariana Socorros, Directora de Innovación y People Centricity de OLIVIA

 

 

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