
Nos acercamos al final del calendario y la sensación generalizada en las organizaciones parece ser la de agotamiento.
En la planificación, se habla de cerrar el año, pero mentalmente lo hemos acortado, concentrando la presión en estos últimos meses. La palabra recurrente es “estrés”, y se le atribuye, casi automáticamente, a la sobrecarga de tareas.
Sin embargo, según un reporte reciente de Gallup, la baja en el engagement y la motivación laboral alcanza niveles mínimos históricos, justamente por la falta de propósito claro y apoyo efectivo de los líderes, no solo por el volumen de trabajo.
Aquí es donde debemos hacer un alto y dejar de confundir conceptos clave. El exceso de actividad y responsabilidades genera cansancio. Y el cansancio, lo sostengo, es el estado opuesto al estrés. El cansancio es físico, es la huella de haber entregado un esfuerzo. El estrés, en cambio, es la señal de un vacío. De hecho, muchas veces observamos que hay más estrés en la inactividad, en el tedio, o en la ausencia de desafíos que en el exceso de ellos.
Para ilustrarlo, propongo revisitar la parábola del líder maratonista. Si analizamos a un maratonista con una óptica puramente corporativa, parecería un esfuerzo sin sentido. ¿Por qué someterse a tal desgaste? Cuando estamos agotados en la oficina, apagamos la computadora y terminamos la jornada. Sin embargo, el maratonista llega al kilómetro 15, un tercio de la carrera, y aunque está cansado, continúa. Alcanza el kilómetro 30, al límite de sus fuerzas, y no se detiene.
Para el observador externo, podría resultar un acto irracional. No obstante, al cruzar la meta, el maratonista experimenta una sensación químicamente inigualable de plenitud y logro. Un profundo “di todo, lo dejé todo”. Es una recompensa intrínseca que anula cualquier traza de estrés. Experimenta un cansancio bienvenido, que se cura con descanso. El logro quita el estrés.
El estrés como síntoma de falta de sentido
¿Dónde anida, entonces, el verdadero estrés organizacional? En la falta de sentido. Cuando las personas no encuentran significado en lo que hacen, cuando todo se vuelve rutinario y predecible, es cuando aparece el malestar genuino. Lo que predomina no es el agotamiento por el esfuerzo, sino el aburrimiento y la sensación de vacío.
Investigaciones de la Sociedad Americana de Psicología (APA) muestran que ambientes laborales tóxicos y la ausencia de propósito claro elevan los niveles de estrés y burnout, afectando la salud mental y la productividad.
Es en esa ausencia de propósito claro, en la dilución del sentido de lo que hacemos, donde reside la semilla del estrés. Y cuando desde el liderazgo se exige mayor dedicación sin renovar ese sentido, la respuesta es una explosión: “Estamos sobrecargados, es un desastre, es el estrés”. Lo que realmente sucede es que no nos gusta cómo lo estamos haciendo; la falta de sentido nos agobia.
El vacío de visión y la planificación anual
Esto se vuelve crítico en el liderazgo, especialmente cuando se exige la planificación del próximo año. Un directivo que tiene por delante un desafío genuino, un gran proyecto estratégico o una oportunidad de mercado, no estará estresado. Estará energizado, convocando a su equipo con una carga de adrenalina estimulante.
Según el estudio de Harvard Business Review Global Leadership Development Study 2024, la conexión con un propósito claro y la capacidad del líder para transmitir ese sentido es clave para reducir el estrés y aumentar la resiliencia del equipo en entornos volátiles.
El estrés aparece en el líder que no tiene esa visión, que solo cumple una orden: “Me dijeron que el 15 de noviembre hay que entregar el presupuesto. ¿Qué se les ocurre?”. Silencio. Pasan un mal momento por el vacío estratégico que tienen. La gran actividad genera agotamiento, sí; pero la inacción o el mero cumplimiento sin visión generan estrés y malestar.
Propósito + competencia = causa genuina
Un propósito noble no basta si no se acompaña de la acción. En la analogía deportiva, un equipo se prepara con una dura pretemporada (el plan, el propósito), pero su máximo rendimiento se libera en la competencia (el campo de juego). El propósito debe ser materializado en un objetivo concreto, un desafío, una conquista que le dé cuerpo a esa intención. Lo llamamos “propósito más campo de juego”. Sin ese desafío, sin esa competitividad que materializa el propósito en una causa palpable, todo se diluye.
Esto es vital para la conexión con las nuevas generaciones. Si bien se habla de la necesidad de entender a los jóvenes, es clave que el líder comprenda que la felicidad no es un fin, sino una recompensa. Es el resultado del esfuerzo por una causa que trasciende lo individual. No se puede confundir el sentido con la recompensa.
El líder que logra construir una causa auténtica, generará una fidelidad profunda y duradera en una generación que ya no se mueve solo por el bono económico, sino por la trascendencia.
Reflexión para el cierre de ciclo
Si usted, como líder, o su equipo, siente que se acerca a fin de año con más estrés que cansancio, el problema no es la cantidad de tareas. Es la falta de sentido y la ausencia de una causa renovada.
A los líderes aburridos, antes de obsesionarse con los números del presupuesto, les digo: “refunden la causa”. Revisen cuál es su contribución real a la sociedad, su valor. No se paralicen por la coyuntura política o la incertidumbre económica. Las organizaciones perduran, la política es temporal. Si tienen un producto valioso, siempre habrá quien pague por él.
La incertidumbre no es un obstáculo para el largo plazo; es la oportunidad para construirlo. Nadie sabe cómo será el futuro, por eso, el líder es quien debe empezar a imaginarlo y a construirlo. El estrés es el vacío, y solo se llena con la adrenalina de una visión clara y un gran desafío colectivo.
Por Alberto Bethke, socio fundador de Olivia.