Una gran cantidad de empresas en América Latina están volviendo a exigir presencialidad total, pero ¿están tomando decisiones estratégicas o simplemente regresando a lo conocido sin reconocer que el retorno es un cambio en sí mismo?
Hace un par de meses, en una columna titulada “Chau diversidad, chau flexibilidad: ¿retroceso o ajuste del péndulo?”, planteé la idea de que el péndulo de las decisiones organizacionales continúa su movimiento. Tras analizar cómo la diversidad y la flexibilidad enfrentan cuestionamientos en empresas icónicas, ahora es el turno de examinar una tendencia que se acelera en América Latina: el retorno masivo a la presencialidad. Pero aquí surge una pregunta fundamental que muchos líderes empresariales están pasando por alto: ¿Estamos ante una decisión estratégica o simplemente ante un sesgo que nos hace creer que podemos volver a la “normalidad” de hace cinco años?
Como consultor, vengo observando un patrón preocupante: empresas que interpretan el retorno a la oficina como una simple “vuelta a como eran las cosas antes”. Esta perspectiva revela un sesgo estratégico peligroso, porque ignora una realidad fundamental: el retorno a la presencialidad no es un regreso, sino un nuevo cambio en sí mismo.
Los colaboradores que hoy vuelven a la oficina no son los mismos que se fueron en marzo de 2020: experimentaron años de trabajo remoto, redefinieron sus prioridades, desarrollaron nuevas competencias digitales y, especialmente las nuevas generaciones, incorporaron la flexibilidad como una expectativa básica, no como un beneficio opcional.
Actualmente, las organizaciones oscilan como un péndulo entre la vuelta total a la presencialidad (esquemas 4/1 o 5/0) y la búsqueda desesperada de un equilibrio que resulte sustentable para todos. Sin embargo, muchas empresas están tomando esta decisión basándose en una premisa falsa: que presencialidad equivale automáticamente a rentabilidad.
La realidad es más compleja. Ignorar la experiencia del colaborador en favor de una supuesta eficiencia económica puede generar un impacto económico negativo a mediano plazo mucho más costoso: el aumento en los índices de rotación. Los gastos de recontratación, formación y pérdida de productividad que implica un alto turnover representan costos significativos que muchas organizaciones no están considerando en sus análisis de rentabilidad.
Uno de los argumentos más frecuentes para justificar el retorno presencial es la necesidad de “colaboración” y “cercanía”. Pero aquí surge otra falacia: que todos estén físicamente juntos no significa automáticamente que trabajen colaborativamente o que tengan conversaciones de calidad.
La colaboración genuina requiere mucho más que proximidad física. Necesita mecanismos, cultura, procesos y, sobre todo, una mentalidad organizacional que la fomente. Si una empresa no tenía una cultura colaborativa sólida antes de la pandemia, es improbable que la presencialidad por sí sola la genere ahora.
Detrás de los grandes titulares sobre el retorno a la presencialidad, existen consideraciones estratégicas fundamentales que muchas organizaciones están pasando por alto:
¿Se está escuchando realmente al colaborador? Una visión holística implica considerar las voces de todas las partes, especialmente de las nuevas generaciones para quienes la flexibilidad, el trabajo híbrido y la autonomía son elementos clave de su propuesta de valor laboral.
¿Todas las funciones y áreas realmente necesitan volver a la presencialidad? Esta pregunta requiere un análisis específico por rol y no una decisión generalizada que ignore las particularidades de cada función.
¿Existe la infraestructura adecuada? Muchas empresas que redujeron sus espacios de oficina durante la pandemia ahora enfrentan el desafío de no tener los metros cuadrados necesarios para recibir a todos sus empleados.
No reconocer que la vuelta es un nuevo cambio —y no un simple retorno— puede llevar a lo que denomino un “riesgo de sesgo estratégico”. Este sesgo nos hace creer que podemos aplicar las mismas reglas del pasado a una realidad que ha cambiado fundamentalmente.
Las empresas que toman decisiones de presencialidad sin considerar estas nuevas variables están arriesgando no solo su capacidad de atraer y retener talento, sino también su competitividad a largo plazo. En un mercado donde la experiencia del empleado se convirtió en un diferenciador clave, ignorar las expectativas de flexibilidad y autonomía puede resultar en rigidez estratégica y pérdida de adaptabilidad.
La presencialidad del futuro no puede ser la misma del pasado. Requiere un cambio de mindset que reconozca que estamos ante un nuevo proceso de transformación cultural con implicaciones económicas y organizacionales a largo plazo. Este regreso hasta podría ser una oportunidad de crear una nueva marca empleadora, revincular una nueva relación empresa-colaborador.
Esto significa diseñar esquemas de presencialidad que sean genuinamente sustentables, que consideren las necesidades de todas las generaciones, que aprovechen las lecciones aprendidas durante el trabajo remoto y que, sobre todo, estén alineados con una estrategia de largo plazo y no solo con la conveniencia del momento.
El desafío para los líderes no es decidir entre presencialidad o flexibilidad, sino crear un modelo que integre lo mejor de ambos mundos. Aquellas organizaciones que logren este equilibrio no solo estarán mejor posicionadas para atraer talento, sino que también desarrollarán una ventaja competitiva sostenible en un mundo laboral que continuará evolucionando.
La pregunta final es simple pero profunda: ¿están tomando decisiones de presencialidad basadas en una agenda estratégica de largo plazo, identificando múltiples implicancias o simplemente es comunicar, considerar espacios físicos y volver a lo conocido? La respuesta determinará no solo el éxito de estas políticas, sino la capacidad de adaptación futura de las organizaciones.
Por Alejandro Goldstein, socio de la consultora OLIVIA.