Las ganancias y las utilidades ya no pueden ser el centro de nuestro hacer. Lo son las personas que hacen al valor agregado de nuestra compañía, hacia dentro y fuera de ella.
Las personas miden su éxito con calidad de vida que no tiene que ver con la forma de antes. Hasta hace unos años, el profesional exitoso era alguien que podía hacer gala de poder y de influencia, ya sea sobre sus colaboradores como con los símbolos de poder que su éxito le permitía adquirir: auto, oficina, barrio en el que vivía, personas que le reportaban.
Por ejemplo, en tiempos del trabajo híbrido, la oficina pasó a tener un peso marginal en nuestra vida. En el caso del auto, si uno tiene muchas fuerzas de caballo bajo el capó, se expone a ser considerado un contaminador serial. Finalmente, en organizaciones cada vez más horizontales no pesa la cantidad de las personas sino el vínculo que podemos generar con ellas.
No es entonces una novedad que estos atributos ya no representan un set de valores a seguir. El éxito se define mucho más por el valor tiempo que tengo para invertir, ya sea con mis seres queridos o hacer lo que más me gusta mientras recorro mi día a día; aquello que nos llena la vida de sentido. O sea, la sensación de auto realización, de sentido –el propósito– en nuestra propia vida y del aporte que podemos generar al mundo que vivimos a través de ella. “Fulfillment” le dicen en inglés. La idea del “éxito” pasa hoy por un sentimiento mucho más personal que ajeno.
Sin embargo, la pregunta que aún no nos hacemos como líderes organizacionales es si ese nuevo set de valores se refleja en nuestras compañías. Dicho de otra forma, si el nuevo concepto de éxito personal está presente a la hora de medir el éxito de nuestras empresas.
Por ejemplo, en muchos casos, a la hora de presentar resultados, seguimos utilizando ratios de Ebitda, beneficio (o pérdida), facturación y deuda como los datos fundamentales para valorar el presente de nuestra empresa. Yo los invito a preguntarle a un cliente o a una persona externa de nuestra empresa cuál es la valoración que él o ella hace de la misma. Estoy seguro de que la respuesta los sorprenderá.
A través de su propia visión de propósito y éxito personal, los clientes exigen hoy una idea de valor diferente a la de hace años atrás. Y con ellos, todo el ecosistema que conforma nuestra cadena de valor. Desde los bancos que comienzan a exigir estrategias de sustentabilidad certificadas –no solo comunicadas– para otorgarnos un crédito hasta un talento que busca poder identificarse con el propósito que vivimos como organización, no solo declaramos.
Todos nos miden por un éxito que no se deja enmarcar en cuatro cifras desarrolladas en cinco slides. Uno de los mejores ejemplos es Tesla. La compañía fundada por Elon Musk, produce y vende una décima parte de los autos que logra comercializar Toyota. Sin embargo, Tesla vale hoy USD 840.000 millones; Toyota, USD 270.000 millones.
A la falta de dimensión numérica para el éxito se suma un cambio de valores personales. Por ejemplo, una conducta inapropiada frente a un consumidor o un empleado producen mucho daño en la compañía. Antes, toda la cadena de valor y la sociedad con ella tenía una tolerancia a ciertos “traspiés” ya sea en lo personal o económico. Podemos recordar al ex presidente Bill Clinton y su escándalo con Mónica Lewinsky en ese sentido. Hoy, ya no existe justificación económica o política que permita rectificar una conducta inapropiada en lo personal. Desde gobiernos hasta corporaciones caen por mucho menos que eso. El más reciente fue el final abrupto en el antiguo presidente de la Federación de Fútbol de España, Luis Rubiales. Su beso no consentido a la jugadora Jenni Hermoso, delante del planeta fútbol fue el punto final de su carrera.
La pregunta que aún no nos hacemos como líderes organizacionales es si ese nuevo set de valores se refleja en nuestras compañías.
Este tipo de ejemplos nos debería hacer entender que el giro hacia una vida basada en valores y con ellas en las personas es hoy una prerrogativa. Especialmente en nuestras compañías y organizaciones.
Si seguimos definiendo el éxito de nuestra organización y de nosotros mismos en lograr o tener un 25% de rentabilidad sobre el capital invertido, no estamos hablando de éxito; estaremos hablando desde un pensamiento de escasez mental. Seguir dependiendo de un presupuesto como única hoja de ruta para medir nuestro éxito como organización y como líderes es una hoja de ruta destinada al fracaso, como lo reflejan hoy gran parte de las industrias.
Entonces, las ganancias y las utilidades ya no pueden ser el centro de nuestro hacer. Lo son las personas que hacen al valor agregado de nuestra compañía, hacia dentro y fuera de ella. Son las personas las que deben –y nos exigen– estar en el centro de nuestro hacer.
Y lo tenemos que saber hacer con el mismo criterio y rigurosidad que con los números. Ello requiere incluir nuestros valores en nuestro presupuesto y reconsiderar nuestra fórmula de éxito.
Por Alberto Bethke, CEO y socio fundador de OLIVIA
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