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Nuestras organizaciones necesitan ser más ágiles si quieren conquistar el futuro. En ese camino, la felicidad es un activo demasiadas veces desatendido o menospreciado. Haríamos bien en reconsiderarlo.

El concepto de la felicidad ha sido especialmente cultivado en los últimos tiempos. En el ámbito personal, pero incluso más en el profesional. Me lo recordó recientemente un conocido cuando me comento que se había decidido a la edad de 55, con su mujer de 52, dejar su vida corporativa para armar un emprendimiento de pastelería. “Quiero dejar de gastar mis sueños y cumplirlos”, me comentó. Mi amigo decidió embarcarse así en su propia búsqueda de la felicidad, ejerciendo aquello que la Declaración de la Independencia de los Estados Unidos en 1776 determinó como uno de los Derechos Fundamentales de todo ser humano.

También en nuestra vida profesional, la felicidad parece haberse convertido en el Santo Grial. Y no necesariamente desde que la Pandemia nos recuerde de la forma más cruda que nuestro presente es finito: ya los Millenials han marcado el camino cuando, a partir de los 2010, empezaron a enseñarnos que el trabajo no lo puede ser todo en la vida. Entre otros cambios, su militancia por la búsqueda de la felicidad en el trabajo pobló a nuestras organizaciones con una nueva generación de cargos, como los son: el Chief Happiness Officer (CHO), el Weekend Happiness Concierge, el Happiness Engineer, Chief Heart Officer. Con ellos algunas de nuestras organizaciones trataron de institucionalizar lo que todo grupo humano busca desde que la humanidad existe. Sus logros han sido más bien modestos, si pensamos en el balance que dejó el reciente fenómeno de la Gran Renuncia. Entre 2021 y 2023, más de 90 millones de personas renunciaron a sus empleos, dejando en evidencia que la felicidad sigue siendo una de los grandes ausentes en nuestro presente profesional. Sin embargo, no deja de ser uno de los grandes activos que estamos obligados a saber activar si queremos tener un futuro como compañía. Es que la felicidad nos genera esa ligereza, energía y agilidad para afrontar aquello que la realidad nos presenta. Y, extrañamente, gracias a la tecnología, tenemos hoy más herramientas que nunca para analizar, repensar y reorganizar qué hacemos, cómo lo hacemos y para qué lo hacemos. El problema de no saber aprovechar nuestro potencial de felicidad no es entonces uno de carácter operativo. Es uno mucho más humano: de actitud.

Una cuestión de actitud

En el trabajo como en la vida, necesitamos tener la flexibilidad para adaptarnos a las nuevas situaciones, entornos, cambios de reglas y poder sobrevivir sino crecer. Sin embargo, esa flexibilidad requiere ligereza o, como lo denomina hoy el mainstream, agilidad.

Sin embargo, la estructura de nuestras organizaciones puede convertirse en un obstáculo de peso en ese camino. No necesariamente por su componente burocrático -que puede ser mayor o menor, dependiendo de múltiples factores- sino, en un número sorprendentemente grande, por el conjunto de hábitos, costumbres y acuerdos que representan la base de cómo hacemos lo que hacemos en nuestras empresas: nuestra cultura.

La experiencia de Olivia, ayudando a empresas de todo el mundo para transformarse, nos enseñó por ejemplo, que reducir un organigrama de por ejemplo

ocho niveles jerárquicos a tres, genera ahorros económicos y ayuda a cambiar la predisposición -la actitud- de las personas para mostrar iniciativa. Aun así, el impulso muchas veces no alcanza para generar una dinámica de agilidad en el día a día de la organización.

Y aquí es importante recordar aquella faceta humana que tiene el poder de socavar cualquier predisposición positiva del ser humano: el temor. El temor a lo nuevo, a lo inesperado, a lo desconocido.

En un mundo tan incierto y cambiante como el que vivimos hoy, solo es lógico que las personas se aferren a los mecanismos y a las estructuras que le dan una sensación de estabilidad. Es en ese aferrarse a los hábitos culturales que nos dan seguridad que priorizamos lo más sólido sobre lo más ligero; la lentitud, sobre la ligereza; lo burocrático, sobre lo audaz. En otras palabras, nuestra dinámica de trabajo se ralentiza, se estanca.

Un camino de acuerdos, poniendo a las personas en el centro

Entender cuán ligera es nuestra cultura organizacional representa entonces un primer paso sine qua non para saber cuán adaptativos somos como organización. O sea, con qué actitud nos plantamos ante la realidad. Y una de las herramientas que más revela ese estado de las cosas es el “Índice de Felicidad”. Basado en parte en las encuestas de clima, el índice que mide cuán “feliz” somos como compañía haciendo lo que hacemos suele revelar activos soterrados que tenemos para aprovechar.

Es que en todo nuestro recorrido, el actor central, la variable irremplazable de la ecuación son las personas. Son ellas las que tienen el poder para impulsar nuestra organización hacia el futuro o arrastrarla, tratando de preservar lo imposible: un pasado que añoramos mejor, hacia la desaparición. Nuestro índice de Felicidad nos permite tener una visión objetiva sobre la “pesadez” -el miedo- o “ligereza” – la felicidad- con la cual nuestra organización hace lo que hace y el deseo para mejorarlo.

Es por eso que hoy, trabajar con y para la felicidad de las personas que componen nuestras organizaciones se ha tornado clave. Sin embargo, no se logra renombrando áreas o cargos, ni tampoco reduciendo jerarquías por mandato. Lo logramos poniendo a las personas en el centro de lo que hacemos y trabajando con las herramientas que tenemos a disposición para conocer la actitud con la que afrontan el futuro. Sobre esa base, podremos como organizaciones y como grupos humanos, volver a generar los acuerdos que nos permitirán definir el camino en conjunto que es la búsqueda de la felicidad. Los casi 250 años de vida que tienen los EEUU dan cuenta del poder que emana esa simple idea. Aprovechémosla por el bien de nuestras compañías.

Por Claudio Ardissone Managing Director de Olivia Paraguay.

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