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Esta semana, debatíamos con un cliente la forma de abordar un proceso de innovación en su organización. Tras repasar y acordar todo el proceso, quise saber qué haría luego de tener los MVPs (Mínimos Productos Viables) que surgirían de las células de trabajo. Él me respondió: “después vemos, ahora no tenemos presupuesto para eso”. 

La postura de subestimar – o directamente ignorar - el "Día Después" es una de las actitudes más comunes con las que me encuentro en procesos de implementación de innovación. Las compañías centran sus esfuerzos, tiempo y recursos en procesos de innovación para generar nuevas soluciones. Sin embargo, extrañamente, no piensan más allá de ello: pierden de vista que la nueva solución requiere también nuevas metodologías, herramientas y capacidades para poder llevarlas a la realidad. Dicho de otra forma: las organizaciones se olvidan de diseñar la última milla de la innovación. Entonces, atribuir el fracaso de la innovación al hecho de que si un producto o servicio fue exitoso (o funcionó) en el mercado, es acotar la mirada a solo una parte del proceso (que seguramente tuvo oportunidades para que eso no ocurriera). De esta forma, gran parte de las innovaciones fallan antes de empezar a trabajar en ellas.  

 
Cómo es la última milla 

Usualmente los procesos de innovación se basan en estructuras ágiles y flexibles. En ellas, se requiere en mayor medida el compromiso de quienes la llevan adelante, ya que el ownership de esas ideas es de todos y no es de nadie. Sin embargo, al momento de tener que implementarlos, las estructuras se vuelven lentas así como también los procesos y la definición de los responsables de llevar adelante dicha iniciativa. Esto es también lo que hace fallar a la innovación: no tener un plan trazado que permita darle continuidad al proceso inicial e invertir en ello. Según BCG (Boston Consulting Group), alrededor del 20% de las empresas han creado los sistemas de innovación de alto rendimiento necesarios para transformar en resultados reales sus ambiciosas aspiraciones. Un ejemplo de una innovación pensada punta a punta es el proceso que implementó Apple hace 40 años - y que aún sigue siendo la hoja de ruta en la empresa de Cupertino, que emplea a más de 150.000 personas en el mundo. 

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La base de este proceso es la estructura funcional que incorporó Steve Jobs cuando volvió a Apple, en 1997. Para entonces, la compañía estaba ordenada en base a unidades de negocio (y producto) independientes. Cada una, bajo el liderazgo de un gerente que respondía por el éxito del plan de negocios que debía cumplir la unidad. Según la visión de Jobs, esta clásica estructura corporativa generaba roces y la competencia por presupuestos y recursos que evitaba mantener viva una única visión común en toda la empresa: la alimentación constante de un pipeline de productos innovadores y valiosos para el consumidor. Por eso, Jobs ordenó la actividad de la empresa en base a áreas de excelencia funcional. Sus líderes ya no serían gerentes de negocios sino técnicos u expertos en el área de expertise que cubría su unidad. De esta forma contaban con la experiencia y el conocimiento para “leer” el mercado y anticiparse a este. Su éxito no se medía tampoco en base al P&L de su unidad sino en base a la contribución que realizaba la unidad en conjunto con el resto para mejorar el balance general de la empresa. El foco puesto en la innovación pasó a dominar la cadena de valor de la compañía de punta a punta, desde el departamento de I+D hasta Ventas. 

Por eso, es importante recordar que, para asegurar que cualquier innovación sea exitosa, la clave a priorizar ante cualquier otra: poner el mismo compromiso en iniciar un proceso como en asegurar la concreción e implementación de las soluciones que surgen del mismo. Al final de cuentas, a ese “después vemos” le seguirá un “¿y ahora qué hacemos?”. Innovación también es anticipar ese momento para que la respuesta a esta pregunta no termine siendo: “nada”.  

Por Mariana Socorros, Directora de Innovación y People Centricity de OLIVIA

 

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