
Durante décadas hemos escuchado —casi como un mantra de época— que la única constante es el cambio.
Desde los años 80, cuando Alvin Toffler advertía en El shock del futuro sobre la velocidad del progreso tecnológico y sus efectos psicológicos, hasta hoy, el cambio se ha convertido en la narrativa dominante del progreso. Las empresas lo adoptaron como credo, los líderes lo repiten como virtud y las personas lo padecen como presión. De hecho, ya tenemos un término para ello: fatiga de cambio.
Desde IBM o Microsoft hasta Netflix, Adobe o Amazon, muchas compañías hicieron del cambio su modelo de negocio. Se reinventaron una y otra vez, convirtiendo la adaptación en ventaja competitiva. Pero también hemos visto el reverso: organizaciones como Meta, General Electric o Twitter han evidenciado cómo el exceso de transformación puede generar desorientación, pérdida de propósito o agotamiento cultural. El cambio se ha vuelto tan constante que, paradójicamente, muchas empresas ya no saben hacia dónde están cambiando.
Vivimos tiempos de aceleración tecnológica, de disrupciones laborales, de inteligencia artificial que aprende más rápido de lo que alcanzamos a entender. El futuro parece una cinta transportadora que no se detiene, y mantener el equilibrio se ha vuelto un acto de malabarismo cotidiano.
Vivimos inmersos en la cultura del cambio. Empresas, instituciones y líderes hablan de transformación con la naturalidad de quien invoca una ley universal. La innovación, la disrupción o la reinvención permanente se han convertido en palabras clave del discurso empresarial contemporáneo. Departamentos enteros se dedican a gestionar el cambio, a acompañar procesos de adaptación y a promover nuevas formas de trabajar.
"Esa dimensión humana (emocional, relacional, ética) no es obsoleta, ni puede reemplazarse por algoritmos ni acelerarse con actualizaciones"
Sin embargo, cuanto más se profundiza en este universo, más evidente resulta una paradoja: no todo cambia, y no todo debe cambiar. Algunas constantes permanecen como anclas en medio de la velocidad. Y son precisamente esas raíces las que permiten que la transformación tenga dirección y no se convierta en un movimiento perpetuo, sin propósito y descabezado.
En medio del vértigo, hay algo que permanece: nuestra necesidad de sentido, de pertenencia y de confianza. La urgencia por ser escuchados, por cuidar y ser cuidados, por construir vínculos que trascienden la inmediatez. Como recordaba Viktor Frankl: "Cuando ya no somos capaces de cambiar una situación, nos encontramos ante el desafío de cambiarnos a nosotros mismos".
Esa dimensión humana (emocional, relacional, ética) no es obsoleta, ni puede reemplazarse por algoritmos ni acelerarse con actualizaciones. Es la brújula que nos recuerda hacia dónde ir cuando todo parece moverse demasiado rápido.
"La pregunta no es cuánto cambia el mundo, sino cuánto logramos permanecer fieles a lo que nos hace humanos"
Sin embargo, asistimos a un momento en el que incluso las compañías empiezan a redefinir qué significa 'aportar valor'. Hace unos días, el consejero delegado de Goldman Sachs, David Solomon, afirmó que la inteligencia artificial permitirá "centrarse en las personas de alto valor", al tiempo que la entidad prepara recortes y reorganiza equipos menos 'estratégicos'. La declaración puede parecer pragmática, pero encierra una paradoja: mientras más automatizamos procesos, más necesario se vuelve aquello que no puede automatizarse: la empatía, la intuición, la capacidad de conectar, de inspirar, de crear sentido compartido. En otras palabras, lo que verdaderamente hace valiosa a una persona no es su capacidad de seguir el cambio, sino su capacidad de humanizarlo.
Porque al final, la pregunta no es cuánto cambia el mundo, sino cuánto logramos permanecer fieles a lo que nos hace humanos. Y el día que eso deje de suceder, no será porque el mundo cambió demasiado, sino porque dejamos de ser nosotros mismos al intentar cambiarlo todo. Tal vez el futuro no dependa tanto de cuánto cambiamos, sino de cuánto recordamos quiénes somos.
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Por Gabriel Weinstein, managing partner Europe de Olivia.