
Cuando pensamos en liderazgo, solemos imaginar a figuras capaces de pronunciar discursos brillantes y movilizar a sus equipos con grandes gestas.
Sin embargo, la realidad cotidiana en muchas organizaciones es bastante más incómoda: líderes tóxicos que ascienden, intentos fallidos de repartir el poder que terminan en frustración y un cansancio generalizado frente a palabras que rara vez se traducen en hechos. La paradoja es evidente: cuanto más hablamos de líderes inspiradores, más espacio parecen ganar los estilos que erosionan la confianza.
Todos reconocemos al jefe tóxico. No es una rareza, sino un personaje habitual en consejos y comités. El que grita, manipula o se apropia del trabajo ajeno. Lo sorprendente es que no solo sobrevive, sino que muchas veces es premiado con ascensos. ¿La explicación? Genera resultados rápidos: impone orden, entrega cifras, cierra acuerdos. La organización celebra lo visible y se hace la vista gorda con lo invisible: la cultura desgastada, el talento que se fuga, la innovación que se apaga. El problema no es la existencia de líderes tóxicos, sino que los sistemas los recompensan. Mientras eso siga ocurriendo, hablar del líder del futuro será un ejercicio vacío.
En paralelo, otro mantra se repite con insistencia: empoderar a los equipos, fomentar la autonomía, construir estructuras horizontales. En teoría suena perfecto; en la práctica, la historia es más compleja. Muchos equipos no están listos para cargar con esa corresponsabilidad. Es más fácil pedir voz que sostener las consecuencias de las decisiones. Es más cómodo exigir autonomía que hacerse cargo de los errores. El liderazgo distribuido no fracasa porque sea una mala idea, sino porque exige un cambio cultural profundo que rara vez se acompaña. Sin esa transición, se queda en un eslogan bienintencionado que se estrella contra la realidad.
A esto se suma el desgaste del carisma vacío. Los equipos están cansados de jefes que hablan de propósito en un escenario y al día siguiente toman decisiones que contradicen esas palabras. El storytelling emociona por un momento, pero genera desconfianza si no hay consistencia. Ya no buscamos líderes visionarios: buscamos líderes fiables. Y esa fiabilidad se resume en una palabra que rara vez aparece en manuales de management porque parece demasiado sencilla: coherencia.
La coherencia no es glamourrosa. No genera titulares ni frases virales. A veces, incluso, resulta aburrida: reglas claras, promesas cumplidas, decisiones consistentes. Pero en tiempos de incertidumbre, esa previsibilidad es revolucionaria. Libera a los equipos de la necesidad de protegerse o de descifrar contradicciones, y les permite concentrarse en lo que realmente importa: colaborar, innovar, crear.
Los ejemplos abundan. Uber creció a un ritmo vertiginoso bajo Travis Kalanick, pero su estilo agresivo y su cultura tóxica terminaron explotando en escándalos, fugas de talento y pérdida de reputación. El sistema había premiado a un líder tóxico y la factura llegó demasiado tarde. En contraste, Satya Nadella tomó las riendas de Microsoft con un estilo que muchos catalogaron de “aburrido”: tranquilo, reflexivo, poco dado al show. Pero esa coherencia entre lo que decía y lo que hacía —apertura, aprendizaje, colaboración— transformó una compañía rígida en un ecosistema innovador y admirado. No fue un discurso lo que cambió a Microsoft, sino la consistencia diaria de su liderazgo.
Quizá el futuro del liderazgo no esté en fabricar héroes, sino en reivindicar jardineros. No los que conquistan con grandes gestos, sino los que cuidan la tierra: eliminan la toxicidad, sostienen la incomodidad de la corresponsabilidad y riegan con paciencia la confianza. Ese liderazgo puede parecer aburrido, pero cambia organizaciones desde adentro. Y en un tiempo marcado por la desconfianza, es lo único que garantiza transformaciones sostenibles.
El desafío no es inventar etiquetas nuevas ni esperar al próximo gurú carismático. El verdadero reto es más simple y radical: dejar de premiar a quienes destruyen la cultura, acompañar de verdad el camino hacia la corresponsabilidad y valorar el poder transformador de la coherencia. Porque al final, lo que recordamos no son los discursos brillantes, sino a quienes nos hicieron sentir seguros, escuchados y capaces de dar lo mejor de nosotros. Ese, paradójicamente, será el liderazgo más revolucionario del futuro.
Por Gabriel Weinstein, managing partner Europe.