El algoritmo nos aísla, la conexión nos expande.
¿Cuántas veces desayunaste mirando el celular? Si tu respuesta es todos los días, quizás estés arrancando la jornada con el pie izquierdo o, al menos, sin la posibilidad de elegir con qué pie arrancar.
Vivimos en un mundo donde la incertidumbre se ha convertido en la norma. Crisis globales, cambios tecnológicos acelerados y una constante transformación social nos exigen adaptabilidad. En este contexto, compartir espacios de conexión humana genuina puede ser la clave para nuestra evolución como especie. La cercanía nos permite descubrir, ampliar nuestra mirada, aprender, conversar, sentir, improvisar y, en ese mix de experiencias, aparecen los grises.
Algoritmos y aislamiento
El historiador israelí Yuval Noah Harari, en su obra Sapiens: De animales a dioses, argumenta que nuestra capacidad de cooperar en redes complejas ha sido fundamental para el desarrollo de la humanidad. Sin embargo, en la actualidad, muchas de estas redes están mediadas por algoritmos que filtran nuestras interacciones y nos confinan a burbujas de información que refuerzan nuestras creencias preexistentes.
Hoy en día, hay una tendencia a fundamentar nuestras posturas con recortes de la realidad: tres posteos de Instagram y dos tweets nos bastan para defender una causa con intransigencia, sin analizar la complejidad de los hechos. Un ejemplo reciente es el caso de los alumnos de Columbia, quienes manifestaron su apoyo a Hamas sin considerar el contexto más amplio del conflicto, evidenciando cómo el consumo fragmentado de información moldea nuestras perspectivas y refuerza posiciones polarizadas.
Trabajar desde la comodidad de nuestra casa plantea justamente eso: comodidad. La comodidad de conectar solo con quien necesitamos para resolver algo concreto, la comodidad de no tener que movernos demasiado, de no tener que cruzarnos con aquel con el que no compartimos opinión, de desayunar cada mañana con el algoritmo que confirmará aquello que pensamos.
A la distancia, nuestra realidad queda recortada por filtros digitales que limitan nuestra percepción del mundo. Nos atrapamos entre blancos y negros cuando lo que realmente necesitamos hoy son los grises. Como también menciona Harari en Nexus, su libro más reciente, la intersubjetividad es el pegamento que sostiene nuestras sociedades y se construye en la interacción entre humanos, pero hoy esta interacción está mediada en muchos casos por la inteligencia artificial.
Esto nos obliga a cuestionarnos hasta qué punto nuestra visión del mundo sigue siendo propia o si ha sido moldeada por sistemas que refuerzan nuestros sesgos y nos privan del matiz y la complejidad que solo el contacto humano directo puede ofrecer.
Presencialidad versus virtualidad
Los espacios físicos de interacción, ya sea en el trabajo, en la comunidad o en eventos sociales, nos exponen a ideas distintas, nos desafían y nos obligan a la improvisación. Es en esos encuentros inesperados donde nacen nuevas perspectivas, donde aprendemos a matizar nuestras opiniones y a reconocer la riqueza de la diversidad.
En este sentido, el debate sobre la presencialidad laboral ha girado en torno a la cantidad de días que las personas deberían asistir a la oficina, si deberían hacerlo todos los días, cuatro, tres... Pero el verdadero debate debería enfocarse en el equilibrio, en el valor del encuentro casual y en la posibilidad de crear en conjunto, algo que la virtualidad aún no ha logrado replicar completamente.
Como sociedad, necesitamos recuperar estos espacios de conexión real, donde la fricción no sea vista como un problema sino como una oportunidad para la evolución. Al fin y al cabo, el progreso humano no ha sido impulsado por el aislamiento, sino por el intercambio de ideas, la confrontación de pensamientos y la construcción de consensos en esos tonos intermedios que enriquecen nuestra visión del mundo.
¿Qué tal si tu primer café de mañana arranca distinto? ¿Qué pasaría si en lugar de solo mirar la pantalla, tuvieras a alguien a quién pedirle que te convide un bizcochito? Tal vez, en ese gesto mínimo, empiece a ensancharse tu mundo. Porque es precisamente en esos encuentros humanos, imperfectos y espontáneos, donde nuestro mundo recupera los matices que la inteligencia artificial no puede replicar. La verdadera evolución humana no está en la comodidad del aislamiento algorítmico, sino en el acto de conectarnos genuinamente con otros.
Por Paula De Caro, socia de Olivia